I
Urania. No le habÃan hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvÃa el espejo. ¡Urania! Vaya ocurrencia. Felizmente ya nadie la llamaba asÃ, sino Uri, Miss Cabral, Mrs. Cabral o Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo («Mejor dicho, de Ciudad Trujillo», cuando partió aún no habÃan devuelto su nombre a la ciudad capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D.C., ni en New York, nadie habÃa vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y en el Colegio Santo Domingo, donde las sisters y sus compañeras pronunciaban correctÃsimamente el disparatado nombre que le infligieron al nacer. ¿Se le ocurrirÃa a él, a ella? Tarde para averiguarlo, muchacha; tu madre estaba en el cielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás. ¡Urania! Tan absurdo como afrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán llamándola Ciudad Trujillo. ¿SerÃa también su padre el de la idea?
Está esperando que asome el mar por la ventana de su cuarto, en el noveno piso del Hotel Jaragua, y por fin lo ve. La oscuridad cede en pocos segundos y el resplandor azulado del horizonte, creciendo deprisa, inicia el espectáculo que aguarda desde que despertó, a las cuatro, pese a la pastilla que habÃa tomado rompiendo sus prevenciones contra los somnÃferos. La superficie azul oscura del mar, sobrecogida por manchas de espuma, va a encontrarse con un cielo plomizo en la remota lÃnea del horizonte, y, aquÃ, en la costa, rompe en olas sonoras y espumosas contra el Malecón, del que divisa pedazos de calzada entre las palmeras y almendros que lo bordean. Entonces, el Hotel Jaragua miraba al Malecón de frente. Ahora, de costado. La memoria le devuelve aquella imagen —¿de ese dÃa?— de la niña tomada de la mano por su padre, entrando en el restaurante del hotel, para almorzar los dos solos. Les dieron una mesa junto a la ventana, y, a través de los visillos, Uranita divisaba el amplio jardÃn y la piscina con trampolines y bañistas. Una orquesta tocaba merengues en el Patio Español, rodeado de azulejos y tiestos con claveles. ¿Fue aquel dÃa? «No», dice en voz alta. Al Jaragua de entonces lo habÃan demolido y reemplazado por este voluminoso edificio color pantera rosa que la sorprendió tanto al llegar a Santo Domingo tres dÃas atrás.
¿Has hecho bien en volver? Te arrepentirás, Urania. Desperdiciar una semana de vacaciones, tú que nunca tenÃas tiempo para conocer tantas ciudades, regiones, paÃses que te hubiera gustado ver —las cordilleras y los lagos nevados de Alaska, por ejemplo— retornando a la islita que juraste no volver a pisar. ¿SÃntoma de decadencia? ¿Sentimentalismo otoñal? Curiosidad, nada más. Probarte que puedes caminar por las calles de esta ciudad que ya no es tuya, recorrer este paÃs ajeno, sin que ello te provoque tristeza, nostalgia, odio, amargura, rabia. ¿O has venido a enfrentar a la ruina que es tu padre? A averiguar qué impresión te hace verlo, después de tantos años. Un escalofrÃo le corre de la cabeza a los pies. ¡Urania, Urania! Mira que si, después de todos estos años, descubres que, debajo de tu cabecita voluntariosa, ordenada, impermeable al desaliento, detrás de esa fortaleza que te admiran y envidian, tienes un corazoncito tierno, asustadizo, lacerado, sentimental. Se echa a reÃr. Basta de boberÃas, muchacha.
Se pone las zapatillas, el pantalón, la blusa de deportes, sujeta sus cabellos con una redecilla. Bebe un vaso de agua frÃa y está a punto de encender la televisión para ver la CNN pero se arrepiente. Permanece junto a la ventana, mirando el mar, el Malecón, y luego, volviendo la cabeza, el bosque de techos, torres, cúpulas, campanarios y copas de árboles de la ciudad. ¡Cuánto ha crecido! Cuando la dejaste, en 1961, albergaba trescientas mil almas. Ahora, más de un millón. Se ha llenado de barrios, avenidas, parques y hoteles. La vÃspera, se sintió una extraña dando vueltas en un auto alquilado por los elegantes condominios de Bella Vista y el inmenso parque El Mirador donde habÃa tantos joggers como en Central Park. En su niñez, la ciudad terminaba en el Hotel El Embajador; a partir de allà todo eran fincas, sembrÃos. El Country Club, donde su padre la llevaba los domingos a la piscina, estaba rodeado de descampados, en vez de asfalto, casas y postes del alumbrado como ahora.
Pero la ciudad colonial no se ha remozado, ni tampoco Gazcue, su barrio. Y está segurÃsima de que su casa cambió apenas. Estará igual, con su pequeño jardÃn, el viejo mango y el flamboyán de flores rojas recostado sobre la terraza donde solÃan almorzar al aire libre los fines de semana; su techo de dos aguas y el balconcito de su dormitorio, al que salÃa a esperar a sus primas Lucinda y Manolita, y, ese último año, 1961, a espiar a ese muchacho que pasaba en bicicleta, mirándola de reojo, sin atreverse a hablarle. ¿EstarÃa igual por dentro? El reloj austrÃaco que daba las horas tenÃa números góticos y una escena de caza. ¿EstarÃa igual tu padre? No. Lo has visto declinar en las fotos que cada cierto número de meses o años te mandaban la tÃa Adelina y otros remotos parientes que continuaron escribiéndote, pese a que nunca contestaste sus cartas.
Se deja caer en un sillón. El sol del amanecer alancea el centro de la ciudad; la cúpula del Palacio Nacional y el ocre pálido de sus muros destella suavemente bajo la cavidad azul. Sal de una vez, pronto el calor será insoportable. Cierra los ojos, ganada por una inercia infrecuente en ella, acostumbrada a estar siempre en actividad, a no perder tiempo en lo que, desde que volvió a poner los pies en tierra dominicana, la ocupa noche y dÃa: recordar. «Esta hija mÃa siempre trabajando, hasta dormida repite la lección.» Eso decÃa de ti el senador AgustÃn Cabral, el ministro Cabral, Cerebrito Cabral, jactándose ante sus amigos de la niña que sacó todos los premios, la alumna que las sisters ponÃan de ejemplo. ¿Se jactarÃa delante del Jefe de las proezas escolares de Uranita? «Me gustarÃa tanto que usted la conociera, sacó el Premio de Excelencia todos los años desde que entró al Santo Domingo. Para ella, conocerlo, darle la mano, serÃa la felicidad. Uranita reza todas las noches porque Dios le conserve esa salud de hierro. Y, también, por doña Julia y doña MarÃa. Háganos ese honor. Se lo pide, se lo ruega, se lo implora el más fiel de sus perros. Usted no puede negármelo: recÃbala. ¡Excelencia! ¡Jefe!»
¿Lo detestas? ¿Lo odias? ¿TodavÃa? «Ya no», dice en voz alta. No habrÃas vuelto si el rencor siguiera crepitando, la herida sangrando, la decepción anonadándola, envenenándola, como en tu juventud, cuando estudiar, trabajar, se convirtieron en obsesionante remedio para no recordar. Entonces sà lo odiabas. Con todos los átomos de tu ser, con todos los pensamientos y sentimientos que te cabÃan en el cuerpo. Le habÃas deseado desgracias, enfermedades, accidentes. Dios te dio gusto, Urania. El diablo, más bien. ¿No es suficiente que el derrame cerebral lo haya matado en vida? ¿Una dulce venganza que estuviera hace diez años en silla de ruedas, sin andar, hablar, dependiendo de una enfermera para comer, acostarse, vestirse, desvestirse, cortarse las uñas, afeitarse, orinar, defecar? ¿Te sientes desagraviada? «No.»
Toma un segundo vaso de agua y sale. Son las siete de la mañana. En la planta baja del Jaragua la asalta el ruido, esa atmósfera ya familiar de voces, motores, radios a todo volumen, merengues, salsas, danzones y boleros, o rock y rap, mezclados, agrediéndose y agrediéndola con su chillerÃa. Caos animado, necesidad profunda de aturdirse para no pensar y acaso ni siquiera sentir, del que fue tu pueblo, Urania. También, explosión de vida salvaje, indemne a las oleadas de modernización. Algo en los dominicanos se aferra a esa forma prerracional, mágica: ese apetito por el ruido. («Por el ruido, no por la música.»)
No recuerda que, cuando ella era niña y Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo, hubiera un bullicio semejante en la calle. Tal vez no lo habÃa; tal vez, treinta y cinco años atrás, cuando la ciudad era tres o cuatro veces más pequeña, provinciana, aislada y aletargada por el miedo y el servilismo, y tenÃa el alma encogida de reverencia y pánico al Jefe, al GeneralÃsimo, al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, a Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, era más callada, menos frenética. Hoy, todos los sonidos de la vida, motores de automóviles, casetes, discos, radios, bocinas, ladridos, gruñidos, voces humanas, parecen a todo volumen, manifestándose al máximo de su capacidad de ruido vocal, mecánico, digital o animal (los perros ladran más fuerte y los pájaros pÃan con más ganas). ¡Y que New York tenga fama de ruidosa! Nunca, en sus diez años de Manhattan, han registrado sus oÃdos nada que se parezca a esta sinfonÃa brutal, desafinada, en la que está inmersa hace tres dÃas.
El sol enciende las palmeras canas de enhiestas copas, la acera quebrada y como bombardeada por la cantidad de hoyos y los altos de basuras, que unas mujeres con pañuelos en la cabeza barren y recogen en unas bolsas insuficientes. «Haitianas.» Ahora están calladas, pero, ayer, cuchicheaban entre ellas en creole. Poco más adelante, ve a los dos haitianos descalzos y semidesnudos sentados en unos cajones, al pie de las decenas de pinturas de vivÃsimos colores, desplegadas sobre un muro. Es verdad, la ciudad, acaso el paÃs, se llenó de haitianos. Entonces, no ocurrÃa. ¿No lo decÃa el senador AgustÃn Cabral? «Del Jefe se dirá lo que se quiera. La historia le reconocerá al menos haber hecho un paÃs moderno y haber puesto en su sitio a los haitianos. ¡A grandes males, grandes remedios!» El Jefe encontró un paisito barbarizado por las guerras de caudillos, sin ley ni orden, empobrecido, que estaba perdiendo su identidad, invadido por los hambrientos y feroces vecinos. Vadeaban el rÃo Masacre y venÃan a robarse bienes, animales, casas, quitaban el trabajo a nuestros obreros agrÃcolas, pervertÃan nuestra religión católica con sus brujerÃas diabólicas, violaban a nuestras mujeres, estropeaban nuestra cultura, nuestra lengua y costumbres occidentales e hispánicas, imponiéndonos las suyas, africanas y bárbaras. El Jefe cortó el nudo gordiano: «¡Basta!». ¡A grandes males, grandes remedios! No sólo justificaba aquella matanza de haitianos del año treinta y siete; la tenÃa como una hazaña del régimen. ¿No salvó a la República de ser prostituida una segunda vez en la historia por ese vecino rapaz? ¿Qué importan cinco, diez, veinte mil haitianos si se trata de salvar a un pueblo?
Camina deprisa, reconociendo los hitos: el Casino de Güibia, convertido en club, y el balneario ahora apestado por las cloacas; pronto llegará a la esquina del Malecón y la avenida Máximo Gómez, el itinerario del Jefe en sus caminatas vespertinas. Desde que los médicos le advirtieron que era bueno para el corazón, iba de la Estancia Radhamés hacia la Máximo Gómez, con una escala en casa de doña Julia, la Excelsa Matrona, donde Uranita entró una vez a decir un discurso que casi no pudo pronunciar, y bajaba hasta este malecón George Washington, en esta esquina doblaba y seguÃa hasta el obelisco imitado del de Washington, a paso vivo, rodeado de ministros, asesores, generales, ayudantes, cortesanos, a respetuosa distancia, los ojos alertas, el corazón esperanzado, aguardando un gesto, un ademán que les permitiera acercarse al Jefe, escucharlo, merecer un diálogo, aunque fuera una recriminación. Todo, menos ser mantenidos lejos, en el infierno de los olvidados. «¿Cuántas veces paseaste entre ellos, papá? ¿Cuántas mereciste que te hablara? Y cuántas volviste entristecido porque no te llamó, temeroso de no estar ya en el cÃrculo de los elegidos, de haber caÃdo entre los réprobos. Siempre viviste aterrado de que contigo se repitiera la historia de Anselmo Paulino. Y se repitió, papá.»
Urania se rÃe y una pareja en bermudas que camina en dirección contraria cree que es con ellos: «Buenos dÃas». Pero no es con ellos que se rÃe, sino con la imagen del senador AgustÃn Cabral trotando cada tarde por este Malecón, entre los sirvientes de lujo, atento, no a la cálida brisa, los rumores del mar, la acrobacia de las gaviotas ni a las radiantes estrellas del Caribe, sino a las manos, los ojos, los movimientos del Jefe, que tal vez lo llamarÃan, prefiriéndolo a los demás. Ha llegado al Banco AgrÃcola. Luego vendrá la Estancia Ramfis, donde continúa la SecretarÃa de Relaciones Exteriores, y el Hotel Hispaniola. Y media vuelta.
«Calle César Nicolás Penson, esquina Galván», piensa. ¿IrÃa o regresarÃa a New York sin echar una ojeada a su casa? Entrarás y le preguntarás a la enfermera por el inválido y subirás al dormitorio y a la terraza donde lo sacan a dormir sus siestas, esa terraza que se ponÃa roja con las flores del flamboyán. «Hola, papá. Cómo estás, papá. ¿No me reconoces? Soy Urania. Claro, qué me vas a reconocer. La última vez yo tenÃa catorce y ahora cuarenta y nueve. Una punta de años, papá. ¿No era ésa la edad que tú tenÃas, el dÃa que me fui a Adrian? SÃ, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve. Un hombre en plena madurez. Ahora, estás por cumplir ochenta y cuatro. Te has vuelto viejÃsimo, papá.» Si está en condiciones de pensar, habrá tenido mucho tiempo en estos años para hacer un balance de su larga vida. Habrás pensado en tu hija ingrata, que en treinta y cinco años no te contestó una carta, ni envió una foto, ni una felicitación de cumpleaños, Navidades o Año Nuevo, que ni siquiera cuando te vino el derrame y tÃas, tÃos, primos y primas creÃan que te morÃas, vino ni preguntó por tu salud. Qué hija malvada, papá.
La casita de César Nicolás Penson, esquina Galván, ya no recibirá a los visitantes, en el vestÃbulo de la entrada, donde se acostumbraba poner la imagen de la Virgencita de la Altagracia, con esa placa de bronce jactanciosa: «En esta casa Trujillo es el Jefe». ¿O la has conservado, en prueba de lealtad? La lanzarÃas al mar como los miles de dominicanos que la compraron y colgaron en el lugar más visible de la casa, para que nadie fuera a dudar de su fidelidad al Jefe, y que, cuando el hechizo se trizó, quisieron borrar las pistas, avergonzados de lo que ella representaba: su cobardÃa. A que tú también la desapareciste, papá.
Ha llegado al Hispaniola. Está sudando, el corazón acelerado. Pasa un doble rÃo de autos, camionetas y camiones por la avenida George Washington y le parece que todos llevan la radio encendida y que el ruido le reventará los tÃmpanos. A ratos, de algún vehÃculo asoma una cabeza masculina y un instante los suyos se encuentran con unos ojos varoniles que le miran los pechos, las piernas o el trasero. Esas miradas. Está esperando un hueco que le permita cruzar y una vez más se dice, como ayer, como anteayer, que está en tierra dominicana. En New York ya nadie mira a las mujeres con ese desparpajo. Midiéndola, sopesándola, calculando cuánta carne hay en cada una de sus tetas y muslos, cuántos vellos en su pubis y la curva exacta de sus nalgas. Cierra los ojos, presa de un ligero vahÃdo. En New York, ya ni los latinos, dominicanos, colombianos, guatemaltecos, miran asÃ. Han aprendido a reprimirse, entendido que no deben mirar a las mujeres como miran los perros a las perras, los caballos a las yeguas, los puercos a las puercas.
En un intervalo de vehÃculos, cruza, a la carrera. En vez de dar media vuelta y emprender el regreso hacia el Jaragua, sus pasos, no su voluntad, la llevan a contornear el Hispaniola y regresar por Independencia, una avenida que, si no la traiciona su memoria, avanza desde aquÃ, cargada de una doble alameda de frondosos laureles cuyas crestas se abrazan sobre la calzada, refrescándola, hasta bifurcarse y desaparec