Mi nombre es Joana Carr, soy ciudadana británica, dicto clases de inglés en un colegio bilingüe de Cartagena de Indias y estoy asomada en un balcón mientras me abanico con un sombrero de palma trenzada. El bochorno es agobiante. ¿Qué hago despierta a esta hora? ¿Por qué me tiemblan las piernas? ¿Y qué ven mis ojos, exactamente? En la calle oscura alcanzo a distinguir el camión del hielo y a un hombre que descarga grandes sacos de arpilla que crujen en el suelo adoquinado. Más arriba parpadean las débiles luces de un avión que surca el cielo nocturno. Sé que si me doy vuelta hacia el interior encontraré mis libros, mis helechos, a Luna, mi perra, durmiendo en una mecedora de mimbre. Pero si bien es indiscutible que mis pies tocan las baldosas ajedrezadas de este balcón contrahecho, la verdad es que me hallo muy lejos de todo lo que me rodea. Mi memoria recorre sigilosa los pasillos de la prisión de Su Majestad de La Moye, donde alguna vez estuvo preso un hombre llamado Baba Aziki.
La prisión de la que hablo está al otro lado del océano, en una isla llamada Jersey. Fui profesora de inglés en esa cárcel cuando terminé mis estudios en la Universidad de Edimburgo, lo que quiere decir que se trató de mi primer empleo como docente. Y me gustarÃa aclarar que, a pesar de ese nombre ostentoso e intimidante con que bautizaron el lugar, se trata de una penitenciarÃa pequeña y, en términos generales, tranquila. En ella hay espacio para ciento cincuenta personas, entre hombres y mujeres, jóvenes delincuentes e incluso prisioneros con discapacidades. Queda frente a un acantilado, al sudoeste de la isla, y para llegar a ella desde Saint Helier, la capital, hay que atravesar amplios campos sin labrar y casas estivales cuyos acaudalados dueños nunca visitan.
Como es de suponer, en los años que trabajé ahà enseñé el idioma a convictos extranjeros. La mayorÃa de origen polaco o portugués y uno que otro latinoamericano traicionado por el albur. SabÃa vagamente que algunos de los presos eran ladrones o traficantes; que otros habÃan ido a trabajar para los productores de papas y lácteos y que, por una u otra razón, terminaron a la sombra. Nunca conocà en profundidad las caracterÃsticas de sus delitos. TenÃa por principio no inmiscuirme en el pasado de los reos. Ahora, el caso de Baba Aziki fue diferente: los primeros detalles me buscaron en mi propio apartamento, quiero decir, llegaron a mà por la mañana en el artÃculo de un diario. La prensa local, que por lo regular carecÃa de hechos significativos que contar, se dio un festÃn con el paradigmático suceso y alimentó asà toda clase de teorÃas. Cuando a Baba lo mandaron a la prisión, ya toda la isla sabÃa más o menos quién era.
Recuerdo que, de acuerdo con el artÃculo, una mujer embarazada habÃa encontrado a Baba en uno de los búnkeres que construyeron los alemanes durante la guerra. La mujer, que vivÃa en un bungaló de Ouasiné y que tenÃa por costumbre recorrer el sector en las mañanas con su bichón boloñés, no supo distinguir si el hombre agazapado al que gruñÃa su perro estaba vivo o muerto. Lo que sà es seguro es que debió considerar peligroso averiguarlo por sà misma, pues volvió a su casa a llamar a la policÃa. Media hora después, el agente que enviaron halló a Baba en el lugar indicado. Estaba profundamente dormido y usaba sus zapatos como almohada. A su lado reposaban un morral y una botella plástica de agua mineral. Cuando el policÃa lo despertó, le hizo las preguntas de rigor. Baba balbuceó algunas palabras en inglés. Dijo que era francés, que estaba en la isla de vacaciones y que pensaba marcharse al dÃa siguiente. Justificó su presencia allà con una caminata nocturna y una borrachera que lo dejó perdido y extenuado. A pesar de que mostró su pasaporte, el agente debió notar algo sospechoso en su actitud y en su explicación, porque le ordenó que abriera el morral de inmediato. Según el periodista que redactó el artÃculo, hubo una disputa, amenazas, un conato de huida por el descampado de arena apretada. Al final, el forastero, vencido en la playa, no tuvo más remedio que obedecer las órdenes del oficial. Dentro de la mochila habÃa veinticuatro fotografÃas Polaroid de un niño enmascarado, desnudo y en poses eróticas.
Lo curioso del caso, sin embargo, no fue precisamente eso. En la comisarÃa Baba Aziki explicó que el niño en las fotos era él mismo y que en ningún momento intentó comerciar con ellas. Las autoridades, perplejas ante la inusual confesión, le formularon los interrogantes pertinentes: ¿quién habÃa tomado las fotos entonces?, ¿qué hacÃa en la isla con ese material?, y ¿cómo podÃa comprobar que el niño retratado era él y no otro? Baba aseguró que ignoraba cuándo se tomaron las fotos, a quién pertenecÃan, y tampoco pudo resolver las dudas relacionadas con la máscara. Los investigadores, por su parte, buscaron rasgos en el niño que pudieran verificar su versión. Sus conclusiones, sin embargo, tendÃan a la ambigüedad más inútil. Intentaron razonar con él, conminarlo a que diera más detalles. La gente de la isla creÃa que quizá habÃa estado en la playa aguardando por alguien que recibirÃa las fotos y que nunca se presentó. El abogado que le asignaron le sugirió avisar a su familia con el fin de que declararan a su favor. Baba explicó que su padre habÃa muerto hacÃa una semana y que no tenÃa a nadie más a quien contactar. Ante la falta de pruebas que corroboraran su versión, no hubo otra alternativa que enviarlo a prisión acusado de posesión de pornografÃa infantil. En un programa radial de la isla, el abogado de Baba dijo que logró conseguirle seis meses de cárcel y que guardaba la esperanza de que, de una u otra forma, se aclararan los acontecimientos.
Recuerdo bien la primera vez que vi a Baba en La Moye. Ocurrió un par de dÃas luego de que leyera el artÃculo. Lo miraba desde una ventana que daba al comedor de los presos. Se movÃa entre los demás reos con esa cadencia desenfadada de quienes se han resignado dócilmente a su destino roto. Era delgado, de unos treinta y tantos años de edad, tenÃa la cabeza rapada y los ojos saltones. Cuando lo enviaron a mi clase y habló por primera vez, noté un ligero seseo en sus frases y una sonrisa insegura. En las horas libres lo veÃa liar tabaco en el patio. Otras veces lo encontré dándole sobras de su comida a un gato sin dueño que merodeaba por la prisión, y que los presos portugueses habÃan bautizado como João. En cuanto a su comportamiento en las clases, siempre asistió con puntualidad (como si acaso tuviera otra opción), y demostraba la voluntad de perfeccionar su inglés.
Semanas después, propuse en mi clase la escritura de un texto en pretérito para evaluar el avance de los convictos. No era más que un ejercicio académico rutinario. Les aclaré que podÃa tratarse de un recuerdo, una reflexión, un poema, lo que quisieran. Una hora más tarde, todos me entregaron sus trabajos y luego les mostré los temas que seguÃan en el cronograma del semestre. Cuando terminó la jornada, conduje mi motocicleta hacia el apartamento que alquilaba, preparé una infusión de canela y encendà la televisión mientras organizaba los documentos. VivÃa sola en aquella época y el parloteo del aparato me hacÃa compañÃa. Hojeé algunos trabajos por encima, en el fondo, buscando el de aquel hombre, y cuando lo hallé y lo leà quedé estupefacta.
Solo se trataba de tres párrafos escritos en tercera persona, con numerosos errores ortográficos, tachones, una que otra palabra en francés y otras casi ilegibles. Tras un esfuerzo y algo de imaginación, no obstante, la narración dejaba intuir la sucesión de hechos: en el primer párrafo se entendÃa que un individuo (presuntamente Baba) se enteraba una noche, a través de una llamada telefónica, de que su padre habÃa muerto. El hombre, que vivÃa en una casa en la ciudad de Calais, estaba sentado frente a la ventana con el tubo del teléfono aún en la mano. Observaba la calle solitaria cuando, de golpe, percibÃa algo extraño en su pórtico, ramas que se sacudÃan, susurros y pasos en la hierba. En consecuencia, se dirigÃa a la puerta principal y al abrirla se topaba de frente con dos hombres tan negros como él, que arrancaban las flores de su jardÃn y se las llevaban a la boca con desesperación. La imagen lo obligó a olvidar por un instante la muerte de su padre. SabÃa que no era extraño que hubiera inmigrantes furtivos en esa ciudad que intentaban huir hacia Londres ocultos en el furgón de algún camión. La pareja famélica lo observaba durante un fragmento de segundo. A continuación, saltaban la verja con la gracia de los venados y se disolvÃan en la penumbra.
En el segundo párrafo, perplejo, el hombre volvÃa a su casa con la aguda sensación de que el episodio habÃa sido una alucinación. Una vez en su cama, esa impresión dio lugar a otra más, la certeza de que cada segundo algo siniestro sucedÃa en el mundo sin que él lo percibiera. Su mente oscilaba incesante entre la imagen de la pareja hambrienta y el recuerdo de su padre. ¿HabÃa su padre vivido una situación similar cuando llegó a Francia? A la mañana siguiente notificaba a su jefe de la pérdida de un familiar. Al parecer, el hombre trabajaba en la bodega de un supermercado. PedÃa licencia para ausentarse un par de dÃas. Esa misma tarde viajaba en un autobús al pueblo de su padre con el objetivo de hacer los arreglos para el entierro. En ese punto, el texto aclaraba que su padre habÃa trabajado como jornalero en un establo donde cuidaban caballos de equitación, en una comuna llamada La Chapelle-Thireuil. Al llegar al pueblo, lo abordaban oscuras remembranzas de su infancia. De acuerdo con el tono de la narración, daba la impresión de que el hombre no se sentÃa a gusto en aquel lugar. PodrÃa decirse que le desagradaba. Que lo odiaba.
En el tercer y último párrafo, el hombre llegaba a la propiedad y saludaba a quien solo dÃas antes era el patrón de su padre. Este le ofrecÃa condolencias en tono melindroso y le aseguraba que se habÃa hecho cargo de los servicios fúnebres. Le decÃa, además, que el velorio se iba a realizar esa misma tarde en algún lugar céntrico del pueblo, descartando sutilmente cualquier objeción que pudiera tener al respecto. El hombre le agradecÃa la iniciativa y más tarde daba un paseo por la morada de los empleados, donde su padre convivió con otros jornaleros. Lo sorprendÃa notar que no hubiera nadie más en los alrededores. Los recuerdos de su infancia evocaban un lugar distinto, lleno de vida, visitado por parejas enamoradas y familias que en las tardes iban a cabalgar. En determinado momento el hombre entraba en la habitación de su padre y sentÃa el olor de su colonia de afeitar, como si aún estuviera paseando por ahÃ. Echaba un vistazo a una estanterÃa en la que su padre guardaba sus escasas pertenencias: un cepillo de dientes, un inhalador para el asma, un encendedor de plástico ya sin gas. Le parecÃa que su padre habÃa tenido una vida patética. ReconocÃa a su lado un escritorio de roble bajo el que solÃa esconderse en su niñez y en cuyas gavetas su padre guardaba botellas miniatura de whisky. Acto seguido, abrÃa uno por uno los cajones y en el fondo del más grande hallaba un sobre de manila. Al abrirlo con delicadeza encontraba una serie de fotografÃas en donde aparecÃa un niño negro con una máscara, desnudo, y que posaba ante la cámara tocándose los órganos sexuales provocativamente. Con espanto, creyó reconocerse a sà mismo a los seis años. No habÃa otros niños negros en la comuna cuando su padre y él se mudaron allÃ. Miraba las fotos con atención, intentando traer a su memoria algún recuerdo al respecto. DebÃa ser él mismo. No cabÃa duda. En el reverso del sobre habÃa una dirección que apuntaba a un hotel llamado Sterkte, en Jersey. Asà terminaba todo.
¿Por qué me contaba esas cosas a mÃ? ¿Y qué pretendÃa que hiciera? Era la primera vez que, como docente de la prisión, recibÃa un trabajo de esas caracterÃsticas. Hasta el ocaso tanteé diferentes opciones. La más sensata me insinuaba avisar a la policÃa o buscar al abogado que lo habÃa representado; la más arriesgada, hablar directamente con Baba Aziki. Luego de darle vueltas al asunto, me pareció claro que, hiciera lo que hiciera, debÃa actuar con cautela. Cuando llegó la noche me vestà con ropa deportiva y salà a trotar por la isla. La verdad es que más que trotar, corrÃa desbocada, como si deseara agotar todas mis fuerzas o como si huyera de una amenaza inminente. No podÃa sacarme de la cabeza los detalles de aquella historia. Consideraba plausible, por un lado, que Baba quisiera usarme; por el otro, que necesitara realmente mi ayuda. Pensé en la dirección que habÃa encontrado en el sobre, un sector de la isla que nunca habÃa visitado. Al llegar a Los Jardines Náuticos, un pequeño parque frente al puerto, mis pulmones ardÃan y sentÃa un regusto a sal marina en la boca. Caà de rodillas en la hierba y luego, intentando recuperar el aliento, me volvà de espaldas y contemplé la noche abisal.
Pasaron los dÃas sin que me animara a tomar una decisión. Estaba a la expectativa de que Baba se pusiera en contacto conmigo, pero no hizo el menor intento. Yo tampoco me atrevà a abordarlo. Su habitual serenidad, además, parecÃa desmoronarse. Lo notaba ansioso, huidizo, la cara cubierta por una pátina oleosa de sudor y esos ojos desorbitados y erráticos. Me dio la impresión de que estaba enfermo o que perdÃa la cordura. En una ocasión, cuando fui a comer a la cafeterÃa de empleados de la penitenciarÃa, me senté en una mesa junto a un guardia de apellido Bowman y le pregunté por él. Procuré darle a mis interrogantes un tono impersonal, como si mi único interés fuera establecer una conversación casual y baladÃ. Bowman comÃa una hamburguesa grasienta y, con los labios relucientes por el aceite, me explicó que el gato de los portugueses habÃa dejado de aparecer por la prisión. Unos decÃan que Baba lo habÃa envenenado y enterrado, otros que lo habÃa violado. Desde entonces le hacÃan la vida imposible.
—¿Cree que lo que dicen de él sea verdad? —dije.
—Con toda franqueza, me cuesta trabajo creer que haya violado a un gato.
—¡Por el amor de Dios! —dije—. No me refiero a lo del gato.
—¿Entonces? —dijo el guardia evaluando con indolencia dónde dar la próxima dentellada.
—Que tal vez Baba Aziki no sea un pederasta.
Bowman me miró atentamente y dejó la hamburguesa a medio comer en su plato. Guardó silencio un instante, como si se preparara para decir algo importante, pero pronto volvió a hincar sus dedos regordetes en la hamburguesa.
—A mà no me pagan por juzgar, señorita Carr.
Al final tomé una decisión que no habÃa considerado antes: opté por ir al lugar que indicaba el escrito de Baba Aziki. QuerÃa, por lo menos, conocer el hipotético destino de aquellas fotos, comprobar la existencia del hotel y la posible relación de este con su padre. Pensé que si decidÃa tener una charla Ãntima con Baba, debÃa antes tantear el terreno. CreÃa que mi responsabilidad más elemental era tomar una posición al respecto y actuar en consecuencia. ¿Acaso no era probable que su caso se hubiera manejado con negligencia y desprecio por su color de piel? ¿Y por qué razón se inventarÃa una historia como la suya? Si Baba era inocente, resultaba sin duda irónico, por decir lo menos, que pagara aquellos años en prisión por una aberración que se habÃa cometido contra él mismo.
Antes de salir (no sé qué me empujó a hacerlo), llamé a mi madre y le pregunté cómo estaba. Nuestra conversación giró en torno a mi hermano, a quien entonces habÃan enviado a una base militar de las Georgias. La charla, amena al principio, derivó en una serie de reproches tÃpicos en mamá. Según ella, nunca me habÃa esmerado por mantener el contacto con mi hermano. No hubo forma de sacarla del tema. Me exasperé con rapidez y, después de una excusa poco inventiva, corté la llamada sin consideraciones. A continuación, tomé mi casco, un bloc de notas y una mochila y salà del apartamento. Conduje mi motocicleta hacia el noreste de la isla, donde se encontraba el supuesto hotel. El viaje de veinte minutos implicaba salir de Saint Helier y avanzar por una interminable calle angosta y ondulante bordeada de margaritas, ojos de perdiz y arbustos torcidos por el viento. A mitad del trayecto vi en la distancia un carro y cuando lo alcancé pude distinguir por el reflejo del retrovisor los ojos de una mujer. Me vi forzada a continuar detrás del vehÃculo, ya que la calle era demasiado estrecha para aventurarse a sobrepasarlo.
La dirección que suministró Baba conducÃa, en efecto, a un hotel llamado Sterkte. Al final resultó que el auto se dirigÃa hacia el mismo destino, pues se detuvo en frente de la gigantesca casa de paredes blancas y techos azules. Yo aparqué a una distancia prudente y aguardé en la moto. HabÃa notado que la placa del carro era de la isla, y por eso suponÃa que sus ocupantes no iban a ser turistas. Después de unos segundos vi emerger del puesto de copiloto a un anciano vestido con una camisa de palmeras y un sombrero fedora beige. Del lado del conductor desabordó una mujer rubia. Era mucho más joven que el hombre y, sin embargo, en su cara se evidenciaba una longevidad prematura, la clase de estragos que dejan las noches en vela y las noticias funestas. El viejo se apoyó en el hombro de la mujer para subir por las escaleras del hotel y pronto ambos desaparecieron de mi vista al franquear el pórtico. Colgué el casco en el manubrio de la moto e hice tiempo observando el exterior por el aparcamiento de grava. Cuando decidà entrar, no tenÃa claro cómo proceder. El interior del hotel estaba decorado con esa poca disposición ...